EL MOTELAZO
Si reflexionamos un poco, la función original de un motel es la de alojar a huéspedes de paso, que por cuestiones de disponibilidad de tiempo, suelen hacer periodos cortos de alojamiento. Sin embargo, en general, su uso tiene una connotación sexual implícita. Y es que todos sabemos que aplicar el “motelazo” implica de por medio un encuentro sexual que, por demás, tiene un carácter de prohibido, oculto y emocionante, que para quien lo experimenta, resulta ser profundamente estimulante. Si, como propone Gaston Bachelard en su Poética del espacio, pensamos en la ciudad como un conjunto de recuerdos, incluso de olvidos alojados en el alma de la humanidad, pensaremos que «el ser está en el espacio tanto como el espacio está en el ser».
Dejando a un lado la cuestión de los permisos (de los cuales se debería averiguar si existe alguna falta para que el motel tenga tal ubicación) lo que me hace escribir estas líneas, es la reflexión acerca de la implicación sexual que se le da a un edificio y a su ubicación dentro de una ciudad. Es decir, la ubicación física de lo erótico en la arquitectura de la ciudad. El espacio que se le da, su relación con el cuerpo psíquico que resultan ser las calles y colonias de una comunidad, su disfrute, su represión. ¿Cuál es la función de un motel? ¿Qué representa? ¿Qué nos muestra o que nos oculta? Lo que se calla adentro, hace bulla en el mundo exterior.
Por alguna razón, históricamente, los moteles tienen que estar siempre en las afueras de la ciudad o escondidos como madrigueras en las partes más discretas de la zona. Quien busca aplicar el motelazo tiene que salir de la ciudad, esconderse de la mirada ajena. En la sensación de ocultarse, huir y alejarse por un instante del mundo, está implícita la caída de las barreras que le impiden al ser mostrar su desnudez en la ciudad de la falda bajo la rodilla, la pulcritud y el qué dirán.
Los rituales son muchos y se repiten de manera constante. Encontrar una buena excusa, el momento indicado. Al parecer existe la idea de que ir a un motel con alguien que no es la pareja oficial, brinda un placer más intenso; sin embargo, el ritual se vuelve más complejo, ya que implica más creatividad y no hay nada que asegure este hecho. Si se tiene vehículo propio es más fácil, pero nada que un taxista discreto no pueda resolver. De todas formas, en los moteles la relación entre los huéspedes es lo de menos. Incluso el contacto entre el personal y los huéspedes es el mínimo. Mirarse directamente y por largo tiempo es algo que se evita por regla general. El sudor, la saliva, el roce, el pudor, el asco y el deseo, mezclados de forma sutil en cuatro paredes que no logran callar el gemido y la fuerza del instinto.
Aplicar el motelazo es necesario si no se cuenta con un lugar adecuado para dar rienda suelta al cuerpo. El lugar, el espacio, define lo más íntimo de nuestras estructuras internas. Más allá de las implicaciones morales que una parte de la población suele tener en contra de estos lugares, nada puede negar el hecho de que en las ciudades, la existencia de los moteles corresponde a una necesidad constante de ocultarse, de vivirse como un desconocido, reconocerse como a un amante. Estos lugares van a seguir existiendo, mientras que el pudor de aceptar nuestra sombra desnuda, continúe arrugando las sábanas y sigamos con esta costumbre de vivir el orgasmo como quien se oculta de su propio reflejo en el espejo que está a un costado de la cama.
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